Tras perder
a mi primer bebé… no lo podría decir mejor hoy de lo que he dicho ayer.
El Tubo
Miraba sus caras una y otra vez. Los rostros esos hombres y de esas mujeres lo decían todo; sus decepciones, felicidades y por sobre todo sus perversiones, no hacia falta hablar, ni admitir.
El tren subterráneo estaba lleno. Todos sentados en una fila, enfrentándose, mirándose sin darse cuenta de nada o queriendo jugar a estar solos, o por lo menos pretender que compartían un viaje con maniquíes vestidos de azahar. Yo los observé por tanto tiempo que mi estomago sintió vértigo; escalofríos, a veces náuseas.
Una voz grabada anunciaba cada estación, aún se sentía el sacudir del tren, acunando los cuerpos de todos, inclusive el mío.
El hombre enfrente de mí abrazaba una botella de vino; vacía, sucia. Su cabeza apena se podía sostener, se balanceaba como la de un bebé, mientras sus mocos afluían de su nariz como una cascada viscosa e infinita, inundando su cara de mierda de atar. Él dormía, pero parecía saber el camino, sabia que aún no era su estación; si es que tenia una.
Se abrieron las puertas y la gente seguía entrando, nadie se bajó esta vez. Los cuerpos estaban ahí esperando su turno, pero nada. El tren se llenaba cada vez más sin posibilidad de arrancar suspiros.
Al lado mío se sentó un hombre que no dejaba de mirar a una mujer vestida de negro; sus ropas cubrían sus caderas insinuantes, dejando traslucir movimientos personales, pero en su desgracia, se le cruzó por el medio una japonesa que intervino en su paisaje. Sólo alcanzó a ver una gran mochila arrugada, mezclándose con pelos teñidos de rojo, queriendo recobrar caricaturas niponas. En su desesperación, solamente alcanzó ver a la bella transeúnte bajar, tras de ésta también se fue la japonesa. Con tanto deseo de carne me dio nostalgia desvergonzada, siendo yo por cierto vegetariana.
Con la sinfonía infinita de las ruedas metálicas y el imparable vaivén, comencé a cabecear dormitando una melodía que se hacía lejana. De pronto vi a mi abuela arrastrando los pies yendo hacia al balcón. Me sonrió como siempre, dejando a su paso la estela dulce, canción conocida desde siempre, yo también lo sonreí. Como tres hostias remeciendo mi pecho, vi angustiosamente a mi padre. Su cara desgastada. Lejano recuerdo de colegios y pizarrón me hacían comprender que ya no caerían de los árboles hojas de pruebas sin corregir. Sus dientes medios pintados en sangre, alucinando tiempos de oro y partida. El cáncer se lo comía ante mis ojos y brindó con el vino que tantas veces se emborrachó.
Hubo un frenar abrupto, desperté agarrándome del bolso, todo parecía igual a mi alrededor… era sólo yo, rutina ansiedad de fantasmas.
De pronto una mujer con obvios meses de embarazo se sienta muy cerca. Me miró fijamente y le dibujé falsamente una sonrisa. Es que ya no daba más con la hipocresía de ver a esas madres llenas de vida cuando la mía sucumbía de asfixia. Yo también tuve una pelusa en el vientre, pero el destino infame me jugó chueco, y vilmente me dio de golpes hasta ver la sangre correr por mis piernas. Entre dolores y hospitales me arrancaron el sueño, se lo llevó eso que llamamos albur.
Mecano me distrajo… eso de que el chico que quería ser aire… ¿Qué hago yo con tanta ficha española? Será la mala leche que llevo hace un tiempo.
Estación favorita, a varios les dio por bajar mientras subían niños y ancianos, negros y amarillos, también uno que otro latinoamericano, alerta del algún bolsillo flojo. El Tubo para todos era el omnipotente guiador, el que nos llevaba hasta nuestras paradas. Un túnel tan largo y complejo de solo una vía, sólo un carril. Todo se veía tan negro, como los planos de una ciudad de topos gigantes, de la que luego seríamos presa.
Nueva estación, de ahí se podía cambiar a otras líneas, para llegar a distintas partes de la ciudad. Me bajé he hice la conexión, sin nunca ver un trozo de luz. Doscientos escalones más profundos, cinco minutos entre laberintos de cemento y baldosa y ya estaba en la plataforma que deseaba, esperando por el otro Tubo que me recogería.
Un niño me dijo al oído que estaba lloviendo afuera. Agua que caía del cielo como llanto, como furia. No pude recordar nada más, qué extraño, sólo un viaje monótono desde aquella estación sin nuevas paradas. El expreso que todos tomamos con prisa sin saber donde arribar.
Algunos demoran 87 años o 50 en hacer el viaje, todo depende de las conexiones. Es usual que mucha gente se caigan por accidente a la línea electrificada, u otros sucumban apretujados por las puertas. Yo llevo 29 años creo, y aun no sé dónde me bajaré.
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